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La mirada de los peces

De Sergio del Molino

La mirada de los peces

La mirada de los peces
Sergio del Molino
Barcelona, Literatura Random House, 2017

En 2016, Sergio del Molino no se sorprendió cuando el que había sido su profesor de filosofía del instituto, el activista Antonio Aramayona, le dijo que iba a suicidarse.
La mirada de los peces empieza como un libro sobre este carismático maestro, defensor a ultranza de la educación pública, el laicismo y el derecho a una muerte digna, para convertirse enseguida en un diálogo con el pasado y la memoria del propio autor, que recuerda una adolescencia cargada de rabia, ruido y violencia en el barrio pobre de Zaragoza del que siempre planeó fugarse.
En este diálogo «entre el pasado y el presente escrito desde una primera persona en la que muchos lectores podrán poner la suya propia», Sergio del Molino explora la culpa por abandonar a quienes nos enseñaron a mirar el mundo, las primeras traiciones y decepciones y los límites siempre grises entre la rebeldía y la complicidad con lo abyecto, volviendo siempre a la figura de un profesor «coherente hasta lo inverosímil» que accionó los resortes de unos jóvenes que buscaban su propia naturaleza.

“Crecí en una casa comunista, de un comunismo ambiental y sin carnet que glorificaba la educación y las buenas notas. Mi madre votó no a la OTAN en el ochenta y seis y mi abuelo era de Carrillo, aunque para entonces ni el propio Carrillo fuera de Carrillo. No te puedo dejar nada, decía mi madre, lo único que tengo para tu futuro es que estudies. Es la escuela pública, es el instituto público. Se decía con orgullo, eso de público, y se abominaba de curas y de monjas y del internado de Sigüenza donde encerraron a mi padre. Mi madre sólo estudió secretariado cuando las secretarias aún se llamaban secretarias, en un instituto público del Retiro. Años después, cuando yo vivía en Madrid, me pidió que buscase su título. Nunca lo había recogido y llevaba cinco lustros en un archivador. Subí la Cuesta de Moyano y entré en aquel edificio luminoso y racionalista, pegado al observatorio astronómico, todo siglo XVIII, y maldije a aquellos estudiantes que parecían mucho más felices que mis antiguos compañeros de clase. Aquí no se aburren, me dije. Cuando se escapan a fumar porros, se los fuman a la sombra del Ángel Caído o mientras roban libros en la cuesta. Yo fumaba porros en un portal frente al Riojano, una bodega que vendía litronas a los niños de quince años. Pensaba que el aburrimiento escolar era una cosa inevitable sufrida por todo el mundo, pero mientras esperaba en aquel mostrador a que me diesen el título de secretariado, sospeché que no todos los aburrimientos eran iguales.