La lista de exceptuados (4 de 8)
Las cosas se pusieron más difíciles, y sabes que sí, replica la canción de mi juventud. Este enero era todo risas. Ya en julio habíamos cancelado el airbnb en Viña del Mar, Chile no estaba para turismo después de las protestas. Con mi nombramiento inesperado en diciembre, Marta decidió alquilar una quinta en Haras de la Luna, para que los chicos salgan del octavo piso de Belgrano, respiren un poco de aire puro, corran por el parque y se pasen horas en la pileta perfeccionando el estilo crawl que aprendieron en el colegio. Asumí en diciembre. Me contuve el llanto en la casa rosada, cuando juré por mi padre en mis adentros. En el salón estaban Marta, los chicos, mi madre, decenas de desconocidos, y mi mentor, al que le debo todo, enfrente mío. Estábamos perplejos, exultantes, temerosos.
Habíamos hecho la transición con calma. Me dejaron ver mi despacho, una sala de setenta metros cuadrados, con escritorio, boisserie, un cuadro de San Martín y otro del presidente saliente y un ventanal con vista a la plaza. En ese momento me acordé de mi esfuerzo en recibirme, y de mi padre, otra vez. Los problemas eran los problemas que conocíamos. Nos lo habían dicho bien en la campaña cuando nos tanteaban para ocupar cargos importantes, y para asesorar al candidato.
La mañana del llamado me tomó por sorpresa. Una cartera clave para el país ofrecida a mi entera responsabilidad. ¿Era un premio o un castigo? Pensé en la historia oficial que me convocaba e inmediatamente pensé cómo sería mi ingrata salida. ¿Quién de los nuestros es fan de un ex ministro? Acepté sin preguntarle a Marta. Cuando salió del baño y le dije, no se alegró. Agarró el celular y empezó a chatear desparramando el secreto a sus amigas, todas chicas preparadas como ella. Era realmente un trampolín inesperado para la pareja. Esa noche fuimos a cenar a Selquet, los dos solos para festejar. Pero me llamó el candidato y mientras Marta comía sola yo hablé una hora por teléfono en los sillones del lobby. En otro momento, Marta hubiera hecho un escándalo. Pero esto nos unió aunque cada vez nos vimos menos.
Me pusieron un chofer, y dos secretarias privadas, llevé a Virginia como asesora, una amiga del partido, una luminaria, y luego el resto del equipo lo armamos con tironeos de mangas en dos asados con listas que terminaban en las brasas.
El coronavirus no era un problema hasta que corrió la información del cierre de aeropuertos en Europa. Luego el caso cero. Luego las reuniones, las resoluciones, Virginia trabajando a destajo día y noche, yo durmiendo en casa y Marta renovando el alquiler de la quinta cuando yo supe que la cuarentena era un hecho.
-Te mando al chofer a que te llene la heladera y después vamos viendo. No vuelvas, Marta. Que los chicos puedan correr.
-Pero es muy malo el wifi acá.
-Yo te lo soluciono. – y le mandé los técnicos con dos modems superpoderosos.
La burocracia desplegada fue un entrenamiento de lujo, reuniones a trasnoche, idas a la residencia, la ciudad vacía, el ministerio vacío, el departamento vacío. El chofer puso un plástico entre él y yo, me pareció antiestético y mandé a poner un blindex. Pero todavía no lo entregan, así que nos separa un plástico duro. Desde el día que tuvimos el primer reporte no dejo de pensar en el coronavirus ni siquiera cuando hablo con los chicos. O cuando tengo sed.
Ayer me desperté con un sudor dulce en el cuerpo, toda la noche -las dos horas que dormí- estuve hecho un ovillo de esquirlas. Me desperté y hervía mi espalda y mi espalda y la espalda de mi espalda. La chuchera hacía que no pudiera ni agarrar el teléfono ni la frazada guardada en lo alto del placard. Marta, sos boluda, nena. Busqué el termómetro en la caja de remedios pero no estaba. No pregunté, pero estoy seguro que se lo llevó Marta a la quinta. Es muy precavida armando bolsos. Es muy loca. Entran mensajes y mails. Y un video de los chicos pateando a un arquito que les compré para reyes: Mariano hace un gol, de casualidad, pero igual lo festeja y Maxi patea la tierra de la bronca. Tengo fiebre como para morirme ya, pero me levanto y me baño con agua helada. Lloro del frío. Aguanto hasta que baje esto. No le puedo pedir al chofer que vaya a la farmacia ni a Marta, ni a nadie. Vuelvo a la cama y me duermo. Toca timbre el chofer, que hace una hora me estaba llamando. Me pongo la camisa y el traje, bajo dos camisas más. Me brilla la cara como si fuera una vedette.
+ Info:
Ángeles Salvador nació en Buenos Aires en 1972. Publicó cuentos en diversas antologías y en revistas literarias. Publicó la novela El papel preponderante del oxígeno, Reservoir Books, en 2017 y este año publicará su segunda novela.