La lista de exceptuados (3 de 8)
Heredé la ferretería después de la muerte de Pablo, mi marido, en un accidente doméstico en lo de mi suegra, cuando le estaba arreglando la araña modesta de galvánicos caireles, y se electrocutó. Un accidente de trabajo, dije yo; pero la familia, inmigrantes asturianos, no discernían entre la casa y el negocio.
Azucena, la madre, pidió que lo velen con el delantal azulino que tenía el monograma bordado en el bolsillo de “Ferretería Rodríguez”, como si fuera el uniforme de un caído en cumplimiento del deber. Mi suegra, sin poder sacar de su mente el susto y la culpa por el choque de la descarga sobre su único hijo, en pleno comedor, decidió venderme su parte para que yo siga alimentando a sus cuatro nietos que son mis hijos y que todavía van a la escuela y comen y les gustan mis aquiescencias.
Le compré su parte pagando con el terreno en Monte Hermoso y un plan de cuotas que finalmente licué gracias a la inflación y, finalmente, a su muerte. Jubilé al Gitano, el dependiente de toda la vida de la ferretería, después de haberme asegurado que me eseñara los infinitos artículos y sus usos específicos, y puse a Hernán, mi hijo mayor, a ayudarme unas horas por las tardes cuando no cursaba en la facultad. Después, a Hernán se le complicaron las materias (fisio y pato) que se iban haciendo muy interesantes, según decía, y vino cada vez menos.
Me quedé sola, atendiendo todo el día. Envejecía y arruinaba mis uñas y mis manos. Se despertó en mí una enorme destreza memorística -de eso se trata ser ferretero- que intentaba superar semana tras semana.
Ahora, hace un mes que los vecinos, mis clientes y mis hijos están en cuarentena. Pero la ferretería Rodríguez y yo somos, por ley, esenciales. Un orgullo que Pablo no pudo disfrutar, aunque lo intuía con su suficiencia sabelotoda y despectiva. Con sus nociones de la física -la madre de las ciencias, decía él- y la mecánica. Pablo tenía alma de inventor.
Me guardé las máscaras respiratorias y las antiparras de soldador para mí, porque tengo miedo. Me di cuenta que debía hacerlo cuando se empezaban a agotar. Para compensar el lucro cesante de la venta de esos bestsellers aumenté los suministros eléctricos, las bombitas de luz y el rubro pintura cuando vi que la gente lo pedía. Una forma de financiar mi propio resto. La supervivencia es especulación. Entonces, abro el local los siete días de la semana, siempre con el fin de mejorar, pero ahora con la obligación de mantener a los que mantienen sus cosas. Con un pulverizador con cloro diluido rocío cada tuerca, clavo, tornillo y adaptador que voy vendiendo. Me esmero en la desinfección. Atiendo tras la reja, porque corro mucho riesgo, me dijo Hernán, y en consecuencia tengo que ir y venir miles de veces en el día. Porque este tipo de negocio se basa en el acierto, en el encaje perfecto, en el goce de la industria. La ferretería está cada día más brillante. Limpié las piezas diminutas, las cajas machacadas, las repisas polvorientas. Las huellas dactilares de Pablo y el Gitano, las borré. Parece un paraíso del cromo y la clasificación. Una entomología de metal. Un símbolo del Hombre y el Progreso. Un orden que acatar.
+ Info:
Ángeles Salvador nació en Buenos Aires en 1972. Publicó cuentos en diversas antologías y en revistas literarias. Publicó la novela El papel preponderante del oxígeno, Reservoir Books, en 2017 y este año publicará su segunda novela.