Diez postales desde el décimo piso (2 de 10)
Hoy temprano me arrastré por el suelo para llegar al balcón. Soy de despertarme tarde, pero necesitaba algo de sol y esa es la única hora en la que lo recibimos de lleno. Por supuesto, en mi torpeza me pegué contra la persiana; alzarla hace mucho ruido y no quería despertar al bebé. Ahora mi mujer está bordando mientras yo escribo. En mis auriculares suena «Warm Canto», el tema de Mal Waldron y Eric Dolphy que me hace tanto bien.
Pienso en el cuerpo: en las marcas que nos quedan en la piel cuando nos apoyamos mucho tiempo y cómo se desvanecen al cabo de unos minutos. A veces esas marcas dejan prensado con tibieza el elástico de las medias, el bretel de un corpiño, el diseño floreado de una tela. ¿No hay una palabra para ese fenómeno? Los cuestionarios a escritores suelen estar llenos de pompa y falsedad, pero una de las respuestas de Dolores Reyes todavía me mantiene en trance: «El color más hermoso que vi es el de la espalda de los recién nacidos. A los míos no me cansaba de pasarles la mano despacio y ver que con una presión mínima, el color amarillaba un poco y después, volvía. Esa fragilidad, ese color efímero y el olor dulce junto a una experiencia tan particular al tacto, duraban esas horas de recién llegados en las que todavía conservan la forma en que se acomodaban adentro de otro cuerpo».
Levanto treinta veces las pesas de tamaño mínimo y enumero los médicos que debería visitar al terminar la cuarentena: dentista (me faltan dos muelas y me sobran varias caries), kinesiólogo (apoyo todo mi cuerpo en el talón), oculista (ya voy por la tercera operación de estrabismo), dermatóloga (los demasiados lunares), fonoaudiólogo (…), la lista sigue. Me tengo que examinar la próstata, pienso mientras le cambio los pañales cagados a mi hijo, prometo que voy en cuanto pueda salir del departamento.
Vuelvo a esa primera estrofa del español Ben Clark: «Todas las divisiones son mentira / salvo la que divide los cuerpos en dos / grupos incomprensibles entre sí. / Aquellos que se han roto y los que no». Después dice, y me da risa porque acá es igual: «Entenderás, entonces, ciertas cosas. / Por qué en casa las tazas no se tiran»; claro, mejor poner la taza rota en la estantería del balcón, para transformarla en maceta. El poema está en un libro que se llama La policía celeste y su título es también una historia (que deberá quedar para otra ocasión).
Sobre todo, me doy cuenta de que extraño los cuerpos de mis amigos, tanto de varones como de mujeres. Ese abrazo que palmea espaldas, estrecharnos la mano sobre la mesa en gesto de cariño, los pelos fugitivos de la barba y de los rulos, el olor a colonia o a perfume, también el de la transpiración tan particular de cada uno, que ya conozco y que en vez de disgustarme me despierta una alegría secreta. Una vez, un amigo me estaba ayudando con unos papeles y me dieron unas ganas irresistibles de besarle la mano. No lo discuto, no intento ponerle etiquetas, recibo esa urgencia y dejo que la presencia del otro me atraviese de formas inesperadas. Con la distancia ese amor fraterno, precisamente porque requiere presencia, no sólo sobrevive sino que se expande con más fuerza que el virus.
Otro inicio de poema de Ben Clark: «Admiro a los amigos que hacen pan / y los cuido y protejo con conjuros / inventados». Que este sea el mío.
Para leer la entrega anterior CLICK AQUÍ
Para leer la siguiente entrega CLICK AQUÍ