Diez postales desde el décimo piso (9 de 10)
En este campo de batalla en el que se transformó el living de mi casa, mientras esquivo castillos implotados y autitos de juguete, pateo la pelota pulpito que le compró mi mujer a nuestro hijo y extraño la torpe alegría de ir a jugar al fútbol.
Me descubro diciendo «voy a fútbol» porque incluyo el trayecto como parte de mi goce: volver en colectivo con los pantalones cortos y las medias largas todavía puestas, adentro de la mochila los botines y las canilleras, la camiseta transpirada, y cuando llego a casa sacarme con esfuerzo las medias largas, tratando de no esparcir las bolitas de caucho por toda la ducha. Hablo en presente para consolarme, para que no sea un acto del pasado, extinto. Hasta hace poco jugaba todas las semanas en unas canchitas junto a las vías del tren (como todas las canchas de la ciudad, además de las que están bajo las autopistas o junto a los aeropuertos). Jugábamos a última hora, tanto que a veces ya no quedaba nadie salvo nosotros. Entonces lo veíamos, una figura contrahecha que se acercaba por el lateral y nos gritaba: «¡La última, muchachos! ¡Sale y termina!». Y entonces, a pesar del agotamiento general, nos matábamos tratando de meter el último gol del partido aunque estuviéramos perdiendo por goleada.
Vengo pensando con más frecuencia en todo esto desde que escribí un librito sobre mi equipo, Gimnasia y Esgrima, que sale en breve. Los recuerdos futboleros parecen ser más consistentes y reales que los demás, aunque a veces parecen confundirse con los sueños.
Me viene a la memoria una película que vi en el BAFICI 2014, Al doilea joc («El segundo partido») del director rumano Corneliu Porumboi, el mismo de Police, Adjective. Los noventa minutos más el descuento corresponden a la extensión total de un partido de fútbol jugado en 1988 entre el Steaua y el Dínamo, desde que los jugadores estiran hasta que se retiran del campo de juego tras un empate en cero. No hay otro material fílmico que la defectuosa grabación original, superpuesta con las voces de Porumboi y su padre, que fue el árbitro del partido. Pero ellos no relatan el partido: lo comentan veinticinco años después de sucedido. Por ejemplo, el hijo pregunta: «¿Este era el equipo del Ejército contra el equipo de la Policía, no?» y el padre responde: «De hecho, era el equipo del Ejército contra el de la Policía Secreta».
Pero hay un detalle: el partido se juega bajo una espesa nevada. El recorrido de los jugadores deja huellas de barro negro, como si sus piernas fueran las brochas sobre un lienzo de Pollock gigantesco; para el entretiempo es fácil distinguir en qué zonas de la cancha transcurrió el partido, como en las aplicaciones modernas de los programas deportivos. Cuando el director destaca la excepcionalidad de la nieve, el padre le recuerda que ocurre todos los inviernos, y luego agrega: «No hay belleza en esto». El hijo, en el acto mismo de hacer esta película, parece disentir.
Espero que algún día vuelva el fútbol y los partiditos de fútbol cinco, y le podamos cantar a la pelota lo que Neruda a la cebolla: «Nos hiciste llorar sin afligirnos». Mientras tanto, a veces, cuando estoy tratando de dormirme, me parece escuchar esa voz que nos sigue gritando desde un costado de la cancha que no se termina nunca: ¡La última, muchachos… sale y termina…!
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