Diez postales desde el décimo piso (8 de 10)
Mi hijo berrea mientras intento hablar por teléfono con mi abuela. Fastidiada, me pregunta a qué otra hora me puede llamar, porque no le agrada escuchar llorar al bebé. Yo le aclaro que no está llorando, está protestando porque quiere atención, y eso sucede a cualquier hora. «Ah, pero para eso tengo el mejor truco», me responde la reciente bisabuela. «Tenés que jugarle a la búsqueda del tesoro. Le escondés un juguete y se lo volvés a dar en una semana. ¡La alegría que le da!».
Sospecho que eso es precisamente lo que necesitamos también nosotros, los adultos. Las novedades echan al mundo a andar; sin ellas nuestro motor se funde. En una trivia extraordinaria que me compartieron hace poco, Disraeli cuenta que los recién llegados vikingos («los congelados noruegos») al ver por primera vez las rosas no se animaron a tocarlas, creyendo que era fuego que florecía de los árboles. La anécdota (un apartado titulado «Introduction of Tea, Coffee, and Chocolate» en su libro Curiosities of Literature) probablemente sea falsa, pero no necesita ser verdadera para apreciarla. Más adelante escribe: «Es increíble que la introducción de las hebras chinas, que ahora constituyen nuestro refrigerio diario, o de las hebras americanas, cuyas sedativas emanaciones hace tiempo son un favorito universal, en fin, que estas novedades inofensivas hayan causado consternación a lo largo de las naciones de Europa. Y sin embargo eso es lo que ocurrió». Las hojas de tabaco no resultaron tan inofensivas después de todo, pero la observación nos recuerda cómo las novedades que tanta indignación generaban son fácilmente asimiladas con ese triturador que es el calendario («el tiempo con su esmeril suavecito», Cortázar dixit).
Mi profesora de japonés me ofrece retomar las clases, que tuve que dejar por falta de plata. «Aceptá, que te va a servir de terapia: te mantiene lejos de la computadora», me aconseja mi mujer. Esa es mi adicción, pero es muy anterior a la pandemia; ahora empeoró. Ante la escasez de novedades, compensamos la carencia con la actualización constante, dopamínica, que nos ofrecen las maquinitas que nos rodean. Cecilia Espósito, artesana de la edición digital (en esa aparente contradicción está contenida nuestra época), escribió un poemario titulado Silenciar los dispositivos. A mí me cuesta esconder mis juguetes. Escribo un mail y Gmail me sugiere el asunto: «¡Tenías razón!». La inteligencia artificial es cada día más astuta: vio que el único texto del mail estaba formateada como cita y entendió el contexto probable. Lo curioso es que no ofrezca primero la opción contraria: «¡Tenía razón!». Le ofrezco al algoritmo de Google una opción salomónica: «Mirá quién tenía razón, jaja».
Mi amiga lectora de Disraeli está haciendo ejercicio todos los días en su departamento, con el objetivo de mantener esa rutina después de la cuarentena y evitar la trampa del «hay que aprovechar el tiempo». A otra amiga, una nadadora de aguas abiertas recién mudada a Bariloche, el aquí y ahora le está costando más: después de tanto entrenamiento, el encierro la agobia y el paisaje la tienta. Propone que se permita salir a caminar por áreas no urbanizadas respetando el distanciamiento social. Me suena razonable, al menos en mi ignorancia epidemiológica, aunque a mí no me aplicaría porque vivo en una de las zonas más congestionadas de la ciudad. Pero sí que me gustaría. ¡Aire, sol, novedad! ¿Pero quién respetaría realmente el distanciamiento social cuando estamos ansiosos, como vikingos en el freezer, por encontrar nuestras flores de fuego?
Bajo como siempre a encender el auto, pero el motor ya no arranca. La batería venía fallando y terminó falleciendo. Me quedo igual unos minutos, sentado sin hacer nada. Todos los autos del estacionamiento están llenos de polvo y alguien dibujó una pija en la ventanilla del vecino.
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