Diez postales desde el décimo piso (7 de 10)
Llegó el otoño y me doy cuenta porque me levanto de noche a apagar el ventilador, porque el agua ya no necesita estar helada para estar rica, porque dan ganas de ponerme medias debajo de las ojotas; total nadie me ve. Claro que mi mujer detesta que use medias con ojotas, incluso si son las franciscanas de plástico. Dice que soy un abuelo, entre divertida y exasperada, como lo demuestra mi fervor por el helado de sambayón. Pero entre un chiste y otro a veces uno termina discutiendo sin necesidad.
Ayer me enojé y reventé una piñata. Solo que no era una piñata para romper: era un recuerdo de México. Ahora está hecha trizas en el tacho de la basura para reciclar del edificio. Mi mujer dijo que lo hice de varoncito violento; yo contesté que era una piñata y que había que romperla antes de tirarla. Por supuesto que tiene razón ella, pero no se lo admito. Antes, en otro momento de nuestra relación, cuando me enojaba mucho me iba a caminar para apaciguar los ánimos. Pero nunca me iba lejos: me sentaba en un banco de la plaza de enfrente y esperaba a que me bajara la calentura. En los últimos años aprendí a enojarme menos, a no romper cosas: lo último había sido una bolsa de chizitos.
También me enojo porque saca el tacho de basura para orgánicos de la mesada y lo deja lejos, en el suelo, o por una estupidez similar. Pero por otro lado dejo la ropa tirada en cualquier parte, no ordeno mis libros, ni junto los que deja tirados mi hijo. Me falta participar más en los quehaceres de la casa. Por ejemplo, en invierno no me gusta descolgar la ropa tendida, porque nunca logro distinguir si está húmeda o fría. Hubo una excepción: cuando nuestro hijo estaba por nacer, lavamos toda la ropa de bebé que nos habían regalado. Parecía ropa extraterrestre, colgada del ténder, mientras esperábamos la llegada del diminuto alienígena. Ojalá pudiera ver siempre la ropa como en esa ocasión.
Lo que me resulta más extraño es retar al otro por lo que uno también hace. Por ejemplo: le digo que siempre me interrumpe, porque siempre cree saber lo que voy a decir, ¡pero yo le hago lo mismo! Esa hipocresía me enoja conmigo mismo, me da risa y me deja perplejo a la vez. Todo esto me recuerda a una de las fábulas de Kioskerman (pseudónimo de Pablo Holmberg), publicada en un libro precioso titulado Edén. Una mujer está colgando ropa; un lobo la observa. «¿Cuántas ovejas me mataste anoche?», le pregunta la mujer, sin mirarlo. «Eso no puedo responderlo. Pregúntame otra cosa», responde el lobo. La mujer replica: «¿Por qué critico a los que amo?». El lobo baja la cabeza: «Seis ovejas».
La clave del chiste de Holmberg (que funciona precisamente por ser desolador) es que la mujer no dice «por qué critico a los demás» sino «por qué critico a los que amo». ¿Y ese amor no es lo contrario de la desolación? Criticamos a pesar de que somos felices, de que nos acompañamos y nos ayudamos a atravesar, en persona o a la distancia, incluso el fin del mundo. Ayer nuestro extraterrestre favorito se mantuvo de pie sin ayuda; hoy dio sus primeros pasos. Es una buena oportunidad para ofuscarme menos sin necesidad de salir de casa. Ahora la plaza está cerrada y nada perturba las copas verdes. El viento hace golpear la ropa colgada en el ténder, como si fuera un cencerro.
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