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Diez postales desde el décimo piso (6 de 10)


Diez postales desde el décimo piso (6 de 10)

VI

A veces me parece oír un grito de gol. Es una costumbre habitual en el barrio, seguir el marcador por el método incierto de los alaridos de triunfo, pero ya no hay partidos: lo que escucho son goles fantasmas, como si los gritaran en el pasado y recién llegaran ahora.

Justo antes de empezar la cuarentena, despedimos a un amigo venezolano que regresaba a su país después de probar suerte en el nuestro. Fuimos a comprar comida mientras se definía el campeonato de fútbol local. Por cada negocio que pasábamos se escuchaban la radio o el televisor. Podíamos seguir el resultado de posta en posta: hasta la gente en la vereda estaba atenta al partido. La verdulería ya estaba cerrada, pero del otro lado de la cortina metálica se adivinaban el resplandor del televisor y el murmullo del relato. Se escuchaba el paso del tiempo y no nos dábamos cuenta.

Las empanadas que fuimos a comprar con mi amigo son un accidente del pasado. Al mercado sólo vamos una vez por semana, al supermercado cada dos, y a lo demás ya nunca. Intentamos cocinar con todo lo que quedó en la alacena. Redescubro viejos placeres, como la gelatina, sobre todo cuando lo que toca el recipiente queda con una consistencia ligeramente diferente, más elástica. De la costra de las cosas me gusta hasta la palabra.

Es posible que la residencia permanente en el departamento esté acompañada por un redescubrimiento de los sentidos, como si hubieran estado embotados mucho tiempo; eso no significa que sea menos torpe. De paso aprovecho para leer la historia cultural del olor que escribió Federico Kukso. Perfume, por ejemplo, significa «por medio del humo», per fume. Ayer, mientras preparaba una tarta de pollo y puerro, prendí el horno para que se fuera calentando. Ya fracasaba en el repulge cuando empecé a sentir un olor raro. Me había dejado una tabla de madera adentro del horno. La saqué como pude y la metí, humeando, bajo el chorro de la canilla. Olía a castañas asadas.

Juan Forn recordaba el consejo de Bruce Chatwin, que además de explorar la Patagonia trabajaba como tasador de obras de arte: «Recupere el horizonte, mire de lejos además de mirar de cerca». Se parece mucho al ejercicio que me dio mi oculista después de operarme de estrabismo: «De vez en cuando dejá de mirar la computadora y focalizá a lo lejos». Si miro a la izquierda desde el escritorio en el que estoy sentado, más allá del vivero de mitad de cuadra, de un balcón cuelga una bandera escrita con aerosol que dice «CUMPLÍ LA 4RENTENA» (¿no era mejor la más económica «40na»?). Los chicos que viven en ese departamento deben tener mi edad, pero yo me siento más viejo.

Mi mujer me pasó una barra de azufre por la espalda; supuestamente cuando crujen o se parten significa que se alivió la contractura. Yo no creo en nada, pero me agrada la sensación y un poco también su olor a huevo volcánico. Bajo sus efluvios cometí la primera boludez que caracteriza al aislamiento. En mi último viaje compré por error unos stickers que resultaron tatuajes temporarios, y ahora tengo una calavera dorada con parche pirata en el bíceps.


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