Diez postales desde el décimo piso (10 de 10)
El comediante Larry David dice desde su mansión en Los Ángeles que los problemas de la convivencia en cuarentena son principalmente dos: decidir quién lava los platos y empezar una serie sin avisarle al otro. A mí me gusta lavar los platos, sobre todo porque me gusta el agua caliente; no significa que los lave con la regularidad que debería. Ya descubrimos que es más fácil cuando hay un par que cuando hay una pila, pero la pila crece igual. Un verso de Eric Schierloh que me acompaña desde hace varios años: «Y montones de ropa por lavar esperando afuera como el monte Fuji espera la niebla».
Como no pudieron presentar sus últimos libros, Pedro Mairal y Tamara Tenenbaum lo están haciendo por newsletter. Tamara le señala con acierto que debería escribir más sobre las tareas domésticas: «Es pura materialidad, olores, texturas, cuerpo, cansancio. No tiene metáfora, todas las metáforas están para inventarse». Pedro se despacha: «Tener que limpiar el fondo del tacho donde queda ese juguito ácido, un destilado de salsas rancias, vinagres, fondos locos, fermentos de cosas orgánicas, un principio de putrefacción» y luego «ese paso final después de lavar los platos que consiste en sacar del desagüe restos de comida gelatinosa: fideos, cebollas, cartílago animal, fragmentos irreconocibles de algo que quedó en los platos y el agua no se lleva porque no pasa por los agujeritos». La clase de enumeración que me gusta, el terreno de las cosas que son muy cercanas y sin embargo esquivan el discurso cotidiano. ¿Cómo no hay una palabra para esa maraña inmunda?
El monje vietnamita Thích Nhất Hạnh cuenta que una vez le explicó a un amigo que hay dos formas de lavar los platos: «La primera es lavar para tener los platos limpios y la segunda es lavar los platos para lavar los platos». Al amigo le encantó la enseñanza, la empezó a repetir e incluso la publicó en un diario. La mencionó tantas veces que un día la mujer le respondió: «Si realmente te gusta tanto lavar los platos por lavar platos, en la cocina hay un armario lleno de platos limpios, ¿por qué no vas y los lavás?». Claro que ahora es más fácil: en ese mismo libro Thích Nhất Hạnh también recuerda cuando era novicio en una pagoda y tenía que cocinar y lavar para más de cien monjes, sin jabón, sólo con cenizas, cáscaras de arroz y de coco. «Lavar tan enorme pila de tazas era una tarea ingrata, especialmente en invierno cuando el agua estaba helada». Ese detalle me gusta más que la reflexión e incluso más que el chiste.
Ahora que la casa es nuestro reino (uno a medida de nuestro narcisismo), el aislamiento nos lleva a revisarnos el ombligo y los pequeños espacios que habitamos, con nuestras costumbres imperfectas de limpieza y de alimentación.
Todos mis amigos están cocinando pan y en casa también caímos en el vicio de la pastelería. Debe ser que cocinar es un juego útil, un pasatiempo con resultados concretos. La contracara es una obsesión con la gordura (y no con la salud) que parece multiplicarse durante la cuarentena y que ataca especialmente a las mujeres, como siempre. El otro día, en la farmacia: «Es que vos sos una gorda que se va a morir de gordura», le gritaba una madre a su hija adolescente. Cuando el guardia de seguridad intentó calmarla, la mujer le respondió: «La gente basura como vos es la que va a transmitir el virus». La gente está loca, sí, pero puedo hacer una lista de amigas a las que les quemaron la cabeza con el asunto del peso. Hablar de locura y no de normalidad es otra forma de lavarse las manos, ahora que está de moda. La semana pasada una ex alumna compartió su experiencia sobre la exigencia social de «bajar unos kilitos». Viene bien el recordatorio: hay otras cosas además del coronavirus que nos revientan la salud, pero son más arduas de contar y en el fondo son más dañinas.
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