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Diez postales desde el décimo piso (3 de 10)

Martín Felipe Castagnet

Diez postales desde el décimo piso (3 de 10)

III

Llegué de Europa a comienzos de mes. Por error me dejé allá mi reloj (casualmente en la casa de un coleccionista de relojes) y pensé: lo voy a necesitar para mis clases. Ahora la universidad está cerrada, las clases quizás no empiecen o lo hagan de manera virtual, y el reloj ya no lo necesito.

Están empezando a llegar las postales que les envié a mis amigos; los pobres no saben si guardarlas, desinfectarlas o tirarlas. Las mandé desde otro país llamado el pasado, donde se podía caminar hasta el correo. Participaba de una residencia de traducción en la montaña, una especie de distancimiento social pago; a la tarde dejaba monedas en una caja de lata y me llevaba el yogurt directo del tambo. Me creía el más pistola desde el lujo nevado de una sociedad más organizada, pero no era el único: la cajera del supermercado nos preguntó para qué comprábamos jabón, «¡con lo pura que es el agua suiza!».

Cuando regresé ni siquiera había que cumplir cuarentena (por entonces sólo para los que volvían de China) hasta que se recomendó para todo aquel que hubiera llegado de Europa. Cancelé la presentación de una novela buenísima, La sombra de las ballenas, que extrañamente describe una situación similar a la que hoy vivimos, y me encerré en casa; al poco tiempo se dictó la cuarentena obligatoria, como si saltara de un aislamiento a otro. Ahora pienso: en esa primera semana de marzo pude haber contagiado a todos mis alumnos y amigos, la involuntaria generosidad del que comparte lo único que tiene: sus gérmenes.

Cada vez me llegan peores noticias de Europa: mi amigo que colecciona relojes tiene el virus y está aislado en la habitación del subsuelo, la misma donde yo me quedaba, con fiebre desde hace nueve días; la hija de cinco años, también contagiada, tiene que quedarse en la esquina más alejada del sillón sin poder acercarse a la madre. De a poco vivimos, para citar a Bradbury, en el país donde siempre está haciéndose tarde, donde las colinas son niebla y los ríos neblina, el país que es principalmente sótanos, subsótanos, carboneras, armarios, altillos y despensas alejadas del sol.

«Las lámparas se están apagando en toda Europa, y no las veremos volver a encenderse en lo que nos queda de vida», dijo el Secretario de Estado británico la noche anterior a que Inglaterra entrara en la Primera Guerra Mundial. Es fácil imaginarlo contemplando la ciudad desde un puente o de una ventana, apretando los dedos, agarrándose, dándole su vida, a esa baranda. Stefan Zweig, uno de mis escritores favoritos, contó en su autobiografía El mundo de ayer el cambio de paradigma que significó esa guerra, contra la ilusión de creer que siempre se vivió y se pensó igual. ¿Es esta pandemia uno de esos cambios radicales que hace de bisagra entre dos épocas? ¿Es una pausa o nos detuvimos por completo?

Hay muchos esperanzados que al terminar esta ordalía vamos a mejorar como sociedad. A mí me cuesta ser tan optimista. Según el autor norteamericano Ted Chiang, en una narración conservadora todo regresa a la normalidad, y en una narración progresista nada vuelve a ser lo de antes. No sé en qué clase de narración vivimos, pero probablemente no tenga final feliz: porque todo cambie o porque nada cambie, la desigualdad siempre continúa. Así termina un poema de Pier Paolo Pasolini: «Ma per colpa anche di questo nostro mondo umano, / che ai poveri toglie il pane, ai poeti la pace» (Pero por culpa también de este humano mundo nuestro, / que a los pobres les quita el pan, y a los poetas la paz).

Todas las noches bajo al estacionamiento del edficio. Saqué la licencia hace un año, después de una vida entera de ignorancia. Una novedad de la cuarentena: el ascensor ahora apesta a cigarrillo. Arranco el auto y durante diez minutos, calculados a ojo, avanzo unos metros y después doy marcha atrás, como para engañar al motor.


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