La lista de exceptuados (6 de 8)
Antes, cuando salía a la ruta no tenía ambiciones. Quiero decir que solo quería subirme al camión, no chocar, no matar a nadie, no tener fallas mecánicas ni pinchar y llegar a destino y que a Gimena no le agarrara uno de sus ataques de celos. Si nada de eso sucedía, era porque era un viaje perfecto. En la cabina llevaba el termo, dos mates y la yerba, dos celulares, dos cargadores y uno portátil a full, seis paquetes de beldent de mentol, desodorante de ambientes, toalla, una birome, monedas, y la identificación, una botella de Glaciar, el remedio de la presión, y el osito Racing de Alexis, mi único hijo de ocho años. Desde el 2008 transportaba fruta de importación, antes había ganado mucho con camión cisterna de petróleo, pero tuve el siniestro, vi la explosión y me quedó miedo al fuego. La fruta si se quema no explota. Se hace caramelo. La chica de la importadora me mandó el permiso de circulación al celular y en papel. Me dio barbijos y guantes de látex y un termómetro. El mío y el del scania rojo, el más lindo de la empresa. Ayer cargamos a las seis de la tarde y a medianoche ya estaba saliendo para Mendoza. En la cuarentena la ruta era una cinta deslizante, prácticamente no manejaba. Fui sin parar por la siete hasta la Shell de Laboulaye donde cargo gasoil. Estaba por amanecer . Fui al baño y había un pibe al lado de las piletas, con una mochila, lavándose las manos y silbando “Despacito”. Era muy buen silbador. Cuando dejó de lavarse las manos dejó de silbar.
Después en el autoservicio me pedí un café y un alfajor de maicena. Y vi que en una mesa estaba el pibe del baño con un vaso con té mirando a la ruta y a las chicas del mostrador. Volví al camión para arrancar y seguir viaje, y me tocó la ventanilla del acompañante el pibe del baño, estaba agitado. Me dijo si podía llevarlo a Mendoza, no tenía permiso, pero tenía que irse de Córdoba a devolverle plata a su padre. Eso lo apesumbraba mucho. Deberle dinero al padre. Miró hacia la izquierda y la derecha, rápido, y a mí, me apuraba con la mirada. Transpiraba. Movía la pierna derecha. Accedí.
Le abrí la puerta despacio.
-Subite agachado. Tapete un poco la boca con el codo, yo qué sé.
Con un movimiento que parecía ensayado, se subió con un sigilo y una rapidez mayor a los que me refería con la orden. Parecía un espía de esas películas de acción a las que llevaba a ver a Alexis en Buenos Aires. Un agente supersecreto que se escabulle en la noche y hace cosas ilegales y le pide a un camionero que lo lleve a otro estado para hacer justicia. Para saldar deudas. Sentí un hormigueo en la panza, una alegría tonta de un nene que hace lo que no tiene que hacer. Salvo que ahora andá a saber qué pasaba si lo descubrían. Si nos descubrían.
Al salir de la estación de servicio, un kilómetro después paré en la banquina, en una zona sin iluminación y lo hice bajarse para subirlo a la caja. En la oscuridad, entre los cajones de manzanas, parecía una rata escondiéndose del hombre. Me agradeció. Se justificaba nerviosamente. A mí no me importaba. Cerré la caja y seguí manejando.
Ahora estoy arrepentido. Tal vez el pibe es camello y tiene falopa en la suela del zapato, tal vez me meten preso a mí. O tal vez mató a alguien en el baño de la estación de servicio. O tal vez tiene en la respiración el coronavirus. Pero ya era tarde para los pensamientos de cautela, ya tenía al superespía, al envenenador de manzanas en el scania rojo.
+ Info:
Ángeles Salvador nació en Buenos Aires en 1972. Publicó cuentos en diversas antologías y en revistas literarias. Publicó la novela El papel preponderante del oxígeno, Reservoir Books, en 2017 y este año publicará su segunda novela.